Cortos de 1911.

domingo, 10 de octubre de 2010

Mujeres Publicas.


Una amiga investigadora de la UNAM no me creía cuando le dije que alguna vez en la ciudad de México existió un Registro de Mujeres Públicas, donde se anotaban los nombres de aquellas trabajadoras, vendedoras y artesanas, sospechosas de tener lo que las autoridades del siglo XIX calificaban como una “conducta indecente”.

Su incredulidad terminó, y yo gané una apuesta, cuando descubrió en los archivos una copia de algunos documentos de ese terrible expediente de uso común hace 200 años, cuando la entrada a la ciudad se controlaba mediante garitas y en los parajes cercanos al portal de Mexicalzingo o en los caminos de San Agustín de las Cuevas, operaban bandas de delincuentes dedicados a robar a los comerciantes, así como a violar mujeres que tuvieran la osadía de arriesgarse en semejantes lupanares sin la compañía masculina. Lo malo es que si alguna de ellas, después de ser víctima de una vejación, acudía con las autoridades, era tratada inmediatamente como “mujer pública” y entre líneas, al igual que hoy en día en muchos ministerios delegacionales, se les daba a entender que ellas habían sido las responsables de tentar la lujuria masculina.

En pocas palabras, toda aquella artesana, fritanguera, chilera, tamalera o buñolera que tuviera la necesidad de ganarse la vida para mantener a su familia trayendo su mercancía a la ciudad en horas de riesgo, sería la culpable de su propia violación.

Cuando en 1865, un funcionario del Consejo Superior de Sanidad llamado Aquiles Bazaine promulgó la tolerancia de los burdeles en la ciudad de México y creó la temida Oficina de Inspección de Sanidad, encargada de cobrar tanto los impuestos a estos establecimientos como de llevar el control de las féminas que ahí trabajaban, se inició toda una época en contra de las mujeres de la ciudad de México.

Seis años después se modificó el reglamento con la Orden de Prostitución, expedida por Maximiliano, e ingenuamente se autorizó a la Policía a encarcelar a toda mujer sospechosa de ser meretriz y que no cumpliera con su cuota a la mencionada oficina; además de que se permitía a los polizontes registrar bajo ese “rubro” a cualquier mujer que “callejeara a deshoras” o que mostrara actitudes provocadoras que incitaran a la lujuria.

Aquello bastó para que los buitres, haciendo uso de las herramientas que la ley les proporcionaba, comenzaran a hostigar a su antojo a cualquier mujer que a causa de su origen humilde no contara con influencias para defenderse.

Igual que en una película de terror, si en alguna esquina la soldadiza se encontraba con una fritanguera de “buen ver”, las insinuaciones no se hacían esperar, y si la susodicha se negaba a cumplir sus deseos, salían a relucir las amenazas, mismas que cobraban la forma del terrorífico Registro de Mujeres Públicas, donde una vez anotado el nombre y la ocupación de la víctima, ésta debía asumir (aunque no lo fuese) su calidad de prostituta y pagar por ley un impuesto, mismo que a la larga se convertía en una esclavitud de tiempo completo.

Aquel era el sistema con el que muchas comerciantes honradas fueron obligadas a ceder a las peticiones de los inspectores, arriesgándose con ello a otorgar pruebas reales de que ejercían el oficio más antiguo del mundo.

Actualmente, en el Archivo Histórico de la Secretaría de Salud, se conservan ejemplares de esos registros en los que curiosamente, además de los datos y el origen de la mujer fichada, se incluía su “oficio honrado”, mismo que en opinión de los supuestos inspectores servía para contactar a sus clientes.

A casi siglo y medio de esos absurdos reglamentos cabe preguntarse ¿cómo podía una buñolera que dedicaba la mitad del día a vender y la otra a preparar la levadura de tequesquite (trabajo de casi 10 horas), tener tiempo para la prostitución? Sin duda, una más de las injusticias que se omiten de nuestros libros de historia y que muestran una oscura historia de abusos contra la mujer en nuestra nación, a la par de sus conmemoraciones.

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