Aquella imagen vista mil veces en las películas en la que un vendedor incógnito abría un voluminoso abrigo en el café, para mostrar decenas de baratijas sujetas al forro, fue durante años una realidad en el Centro Histórico ante las estrictas leyes impuestas para el lucro en esta zona.
Antes de la llegada de las mafias de vendedores ambulantes, no era raro que la época decembrina un parroquiano con un misterioso maletín lo abordara a uno en la vía pública para ofrecer toda clase de artículos de contrabando.
Hasta lo inimaginable podían ofrecer en estas fechas estos amos del mercado negro, llamados por algunos cronistas “los peones de la venta hormiga”, mismos que lucraban mercancía de dudosa procedencia traída de contrabando o “de a Roberto”, sacada de bodegas y almacenes.
Juguetes, perfumes, relojería, adornos de porcelana y algunos eléctricos de fácil transportación, eran los artículos que provenían de una larga cadena que se iniciaban en las oscuras calles de los callejones del primer cuadro a donde llegaban anónimos camiones.
Lo que normalmente se compraba por 10 pesos en las tiendas establecidas, ellos lo movían hasta en menos de una cuarta parte de su valor.
Para conseguir la mercancía, los “peones hormiga” debían seguir la misma técnica que los chamacos cuando rompían la piñata.
En cuanto alguno de los soplones del barrio daba aviso que un camioncito llegaría por la noche a una de las calles ya conocidas, estos fulanos debían llegar desde horas antes para después abalanzarse sobre los cerros de mercancía como un escuincle por los tejocotes. Antes de que los sistemas de venta de fayuca alcanzaran la sofisticación de hoy en día, antes de eso el reparto de las ganancias era absolutamente piramidal, es decir, el mafioso mayor repartía la mercancía, los peones la movían entre los parroquianos, y si era posible en unas cuantas horas debían regresar con las ganancias esperando su comisión de acuerdo al volumen repartido.
En diciembre las calles del centro se convertían literalmente en una pequeña bolsa de valores del mercado negro, donde las bandas negociaban en cada esquina lotes de mercancía, territorios, ventas, intercambios, etcétera.
A menudo las prisas delataban a los vendedores del mercado negro, quienes daban la impresión de que el chamuco les venía pisando los talones, aunque en realidad huían de los gendarmes, quienes esperaban su mordida para volverse miopes, eso sin contar a los vendedores de bandas enemigas que los extorsionaban por invadir sus zonas.
Obviamente como estos fulanos vivían de la comisión, cada moneda que repartían les era cobrada a la hora de hacer cuentas, por eso no perdían el tiempo insistiendo con los parroquianos, y rápidamente ofrecían, descartaban y volvían a ofrecer.
En ocasiones las ofertas eran tan atractivas que en un solo esquinazo estos peones del mercado negro agotaban su parte. Desde utensilios de decoración, hasta una docena de lápices que costaban lo mismo que uno en la papelería o esferas navideñas de fantasía a precios irrisorios, se esfumaban más rápido que la decencia en una beata borracha.
En los brindis de fin de año, en los intercambios de la escuela e incluso en la llegada de Santa Clos, los regalos chuecos pasaban de mano en mano y con el tiempo se almacenaban en los armarios porque lo cierto era que no se distinguían por su calidad.
Hoy, el Metro es el último nicho de supervivencia para los “hormigas” al estilo de antaño. No obstante ahora la mercancía se reduce casi exclusivamente al mercado pirata y algunas chácharas chinas… cómprelas y regáleselas a sus enemigos. Nada como unas tijeras que se desarman, una práctica agenda “guchi” de fotocopias, unos llaveros de fantasía con linternita que dura menos de un día o un juego de limas con polvo de vidrio molido para esos juanetes duros de pelar. Por cierto, las mismas marcas de juguetes que hace unos años fueron confiscadas con bombo y platillo por contener pintura con plomo, han retornado, según declaraciones de lectores testigos, a las ventas de las tiendas outlet que ofrecen todo a 7 pesos. A eso se le llama reciclar en medio de la desmemoria.
Antes de la llegada de las mafias de vendedores ambulantes, no era raro que la época decembrina un parroquiano con un misterioso maletín lo abordara a uno en la vía pública para ofrecer toda clase de artículos de contrabando.
Hasta lo inimaginable podían ofrecer en estas fechas estos amos del mercado negro, llamados por algunos cronistas “los peones de la venta hormiga”, mismos que lucraban mercancía de dudosa procedencia traída de contrabando o “de a Roberto”, sacada de bodegas y almacenes.
Juguetes, perfumes, relojería, adornos de porcelana y algunos eléctricos de fácil transportación, eran los artículos que provenían de una larga cadena que se iniciaban en las oscuras calles de los callejones del primer cuadro a donde llegaban anónimos camiones.
Lo que normalmente se compraba por 10 pesos en las tiendas establecidas, ellos lo movían hasta en menos de una cuarta parte de su valor.
Para conseguir la mercancía, los “peones hormiga” debían seguir la misma técnica que los chamacos cuando rompían la piñata.
En cuanto alguno de los soplones del barrio daba aviso que un camioncito llegaría por la noche a una de las calles ya conocidas, estos fulanos debían llegar desde horas antes para después abalanzarse sobre los cerros de mercancía como un escuincle por los tejocotes. Antes de que los sistemas de venta de fayuca alcanzaran la sofisticación de hoy en día, antes de eso el reparto de las ganancias era absolutamente piramidal, es decir, el mafioso mayor repartía la mercancía, los peones la movían entre los parroquianos, y si era posible en unas cuantas horas debían regresar con las ganancias esperando su comisión de acuerdo al volumen repartido.
En diciembre las calles del centro se convertían literalmente en una pequeña bolsa de valores del mercado negro, donde las bandas negociaban en cada esquina lotes de mercancía, territorios, ventas, intercambios, etcétera.
A menudo las prisas delataban a los vendedores del mercado negro, quienes daban la impresión de que el chamuco les venía pisando los talones, aunque en realidad huían de los gendarmes, quienes esperaban su mordida para volverse miopes, eso sin contar a los vendedores de bandas enemigas que los extorsionaban por invadir sus zonas.
Obviamente como estos fulanos vivían de la comisión, cada moneda que repartían les era cobrada a la hora de hacer cuentas, por eso no perdían el tiempo insistiendo con los parroquianos, y rápidamente ofrecían, descartaban y volvían a ofrecer.
En ocasiones las ofertas eran tan atractivas que en un solo esquinazo estos peones del mercado negro agotaban su parte. Desde utensilios de decoración, hasta una docena de lápices que costaban lo mismo que uno en la papelería o esferas navideñas de fantasía a precios irrisorios, se esfumaban más rápido que la decencia en una beata borracha.
En los brindis de fin de año, en los intercambios de la escuela e incluso en la llegada de Santa Clos, los regalos chuecos pasaban de mano en mano y con el tiempo se almacenaban en los armarios porque lo cierto era que no se distinguían por su calidad.
Hoy, el Metro es el último nicho de supervivencia para los “hormigas” al estilo de antaño. No obstante ahora la mercancía se reduce casi exclusivamente al mercado pirata y algunas chácharas chinas… cómprelas y regáleselas a sus enemigos. Nada como unas tijeras que se desarman, una práctica agenda “guchi” de fotocopias, unos llaveros de fantasía con linternita que dura menos de un día o un juego de limas con polvo de vidrio molido para esos juanetes duros de pelar. Por cierto, las mismas marcas de juguetes que hace unos años fueron confiscadas con bombo y platillo por contener pintura con plomo, han retornado, según declaraciones de lectores testigos, a las ventas de las tiendas outlet que ofrecen todo a 7 pesos. A eso se le llama reciclar en medio de la desmemoria.