Cortos de 1911.

miércoles, 23 de febrero de 2011

Cêline y Vargas Llosa (con unas notas de Trotsky).



Hace unos cuantos días que los diarios traían en portada la noticia de que, con ocasión del 50 aniversario de su muerte que tuvo lugar el 1 de julio de 1961, “Francia sigue sin perdonar a Céline” (El País, 22-01-11), y el motivo fundamental era “su virulento antisemitismo”. El letrado Serge Karsfled, pedía al titular de Cultura del gobierno de Sakorzy "renunciar a echar flores sobre la memoria de Céline, de la misma forma que [su tío, el presidente] François Miterrand se vio obligado a no depositar un ramo sobre la tumba de [el mariscal] Pétain", cabeza del régimen colaboracionista de Vichy a la vez que héroe militar de la primera guerra mundial.

Sin embargo, el crítico y académico Henri Goddard ha cuestionado la medida y se pregunta: "¿Debemos, podemos celebrar a Céline?", consciente de los recelos que levanta el autor. "Fue un hombre de un antisemitismo virulento (...) pero es también el autor de una obra novelesca de la que se ha convertido en habitual decir, que con la de Proust, domina la novela francesa de la primera mitad del siglo XX".

En una línea muy parecida se ha manifestado el filósofo Bernard-Henri Lévy, alguien que, en nuestra opinión, no tiene integridad moral muy superior a la Céline, que ha declarado que había que aceptar al turbio escritor con todas sus contradicciones. "Aunque la conmemoración sirviese solo a eso (...) a empezar a entender la oscura y monstruosa relación que ha podido existir, en el caso de Céline al igual que en otras personalidades, entre el genio y la infamia, habrá sido no solo legítima, sino útil y necesaria".

El asunto plantea un debate sobre la ambivalencia de muchos escritores y artistas, y no son ejemplos los que faltan. En una tertulia celebrada el pasado 19 de febrero en Sant Pere de ribes, y que reúne a un grupo de gente interesada por el debate sobre Vargas Llosa bajo el amparo del colectivo “Corliterari”, este debate alcanzó una rara intensidad desde el momento en que menda, estableció una distinción neta entre la obra literaria del último Nobel y su actuación como oficiante intelectual “neocon”, tal como expliqué en otro artículo, “Vargas Llosa Avida Dollars” publicado en Kaos. Semejante distinción me llevó a recurrir, primero a John Wayne, diferenciando entre el actor de Ford y Hawks, y el responsable de películas como “Boinas verdes”.

Esto no pareció suficiente claro ya que se polemizaba diciendo que una cosa era el actor y otra John Wayne, un individuo con sus virtudes y defectos como todo el mundo, olvidando esta última faceta, y lo que es peor, olvidando lo que los Estados Unidos habían perpetrado contra el Vietnam. Siguiendo con el cine, el ejemplo más recurrente me pareció El nacimiento de una nación, el primer gran fresco narrativo del cine realizado por un Griffith que dio la palabra a Klu Klux Klan. En algunas historias del cine apenas si se menciona este aspecto de la película, y aunque por lo general se crítica, raramente se hace desde la medida de las víctimas. De aquellos que lo sufrieron, y no en poca medida. En muchas ciudades del profundo Sur yanqui, dicho estreno comportó actuaciones terribles por parte del Klan…

Cierto es que Vagas Llosa está en otra onda, se me respondió con indignación, y esto es cierto. Varguitas es un escritor de una enorme capacidad e ilustración, y sabe envolver su discurso “neocon” con discreciones que, en muchos casos pueden catalogarse como progresistas. Sin embargo, en lo fundamental, su posición ha sido la de condotieri del neoliberalismo, una causa cuyas calamidades en lo que se refiere a desastres humanitarios y ecológicos son actualmente superiores a las causadas por los peores totalitarismos Una lectura del Vargas Llosa como tribunalista nos los muestra como un portavoz de la ideología de Wall Street, se ha distinguido por su apoyo incondicional a Margaret Thatcher, a la política exterior norteamericana en Centroamérica, Israel, incluyendo Irak. Al mismo tiempo, ha sido el castigo contra cualquier obstáculo al dios Mercado, de ahí que ha atacado constantemente la línea de “excepción cultural” con la que algunos países como Francia ha tratado de salvaguardar su patrimonio contra la ocupación –comercial- norteamericana, también ha se ha mostrado contrario a los nacionalismos sin Estado, como el de Catalunya, eso al mismo tiempo que exaltaba el panamericanismo made in USA.

Este es un punto sobre el que será necesario volver dado que hasta en algunas revistas de izquierdas tan interesantes como Hika, se considera que acepta el debate sobre el posible carácter izquierdistas de muchos de sus alegatos.

El propio Vargas Llosa ha escrito sobre Céline estableciendo la misma distinción entre el escritor y el personaje, el político, y lo mismo se hacía desde el País del domingo día 20, donde se citaba autoridades como Bernard Henri-Levy y Jean-françois Revel, que han sido claves en la jaque mate de la tradición cultural francesa que se remontaba hasta la Ilustración para culminar en Sartre, y a los cuales se les había concedido bulas y grandes premios para que dispararan contra los adversarios del Gran Dinero por moderados que fuesen. Aquí hay mucha tela que cortar, pero el propio Vagas Llosa se permite seguir dado lecciones de integridad cuando en su citado artículo sobre Céline, saca a relucir el caso Roman Polanski, para afirmar contra los que celebraban la no extradición del cineasta:

“Esto fue celebrado como una victoria contra la terrible injusticia de la que, por lo visto, había sido víctima por parte de los jueces norteamericanos, que se empeñaban en juzgarlo por esta menudencia: haber atraído con engaños, en Hollywood, a una casa vacía, a una niña de 13 años a la que primero drogó y luego sodomizó. ¡Pobre cineasta! Pese a su enorme talento, los abusivos tribunales estadounidenses querían sancionarlo por esa travesura. Él, entonces, huyó a París. Menos mal que un país como Francia, donde se respetan la cultura y el talento, le ofreció exilio y protección, y le ha permitido seguir produciendo las excelentes obras cinematográficas que ahora ganan premios por doquier. Confieso que esta historia me produce las mismas náuseas que tuve cuando me sumergí hace medio siglo en las putrefactas páginas de Bagatelles pour un masacre”

Vargas Llosa nunca se ha cuestionado lo que algunos han llamado el “fascismo exterior” norteamericano, ni tampoco una justicia que condena a la minoría negra a ser mayoría neta en las cárceles, apenas reconoce que los USA “tienen defectos”, incluso publicó un viejo artículo justificando, eso sí, inteligentemente, Hiroshima y Nagasaki. Aparte de que está por medio las propias declaraciones de la víctima que iban en otro sentido al de la acusación, podemos estar seguro que Vargas Llosa no escribirá una sola línea sobre como Estaos Unidos ha toreado el tribunal de la Haya, que ha rechazado –por las buenas y por las malas- cualquier inculpación de sus tropas –como es notorio en el caso del asesinato del periodista Couso- y de sus dirigentes, y donde monstruos como Kissinger o Bush, gozan de la más absoluta impunidad.

Pero regresando a Céline, quizás valga la pena leer o releer este fragmento de una reseña de Trotsky, con oda probabilidad, la primera que se publicó sobre Viaje al fondo de la noche, y en donde el viejo revolucionario percibe plenamente la ambivalencia del autor.





León Trotsky: Céline (*)

Louis Ferdinand Céline entró en la gran literatura como otros entran en su propia casa. Hombre maduro, dotado de la vasta provisión de las observaciones del médico y del artista, con una soberana indiferencia respecto al academicismo, con un sentido excepcional de la vida y del lenguaje, Céline ha escrito un libro que perdurará aunque haya escrito otros de la misma talla que éste. Viaje al fin de la noche, novela del pesimismo, dictada más por el espanto ante la vida y el hastío que ella ocasiona que por la rebelión. Una rebelión activa va unida a la esperanza. En el libro de Céline no hay esperanza.

Un estudiante parisino, de familia humilde, razonador, antipatriota, semianarquista —personajes que pululan en los cafés del Barrio Latino—, se alista como voluntario, imprevisiblemente, apenas suena el primer toque de clarín. Enviado al frente, en medio de esa carnicería mecanizada, comienza a envidiar la suerte de los caballos, que revientan como seres humanos pero sin frases altisonantes. Después de recibir una herida y una medalla, pasa por varios hospitales donde unos médicos astutos lo persuaden a volver cuanto antes « al ardiente cementerio del campo de batalla ». Enfermo, deja el ejército, parte hacia una colonia africana donde se asquea de la bajeza humana, agotado por el calor y la malaria tropicales. Después de haber entrado clandestinamente en América, trabaja en la Ford, y encuentra una fiel compañera en la persona de una prostituta (éstas son las páginas más tiernas del libro). De regreso a Francia, se hace médico de los pobres y, herido en el alma, vaga en la noche de la vida entre los enfermos y los sanos no menos dignos de lástima, depravados y desdichados.
Céline no se propone, en modo alguno, la denuncia de las condiciones sociales en Francia. Es cierto que, de paso no perdona ni al clero, ni a los generales, ni a los ministro siquiera al presidente de la república. Pero su relato se
desarrolla siempre muy por debajo del nivel de las ciases dirigentes, por entre gente humilde, funcionarios, estudiantes, comerciantes y porteros; incluso por dos veces se
porta más allá de las fronteras de Francia. Céline comprueba que la actual estructura social es tan mala como cualquier otra, pasada o futura. En general, está descontento de los hombres y de sus actos.

La novela está pensada y realizada como un panorama de lo absurdo de la vida, de sus crueldades, de sus conflictos y de sus mentiras, sin salida ni destello de esperanza. Un suboficial que atormenta a los soldados antes de sucumbir con ellos; una rentista americana que pasea su futilidad por los hoteles europeos; funcionarios de las colonias francesas embrutecidos por la codicia; Nueva York con su automática indiferencia hacia los individuos sin dólares y su arte de desangrar implacablemente a los hombres; de nuevo París; el mundillo mezquino y envidioso de los eruditos; la muerte lenta, humilde y resignada de un niño de siete años; la tortura de una muchachita; pequeños y virtuosos rentistas que por economía matan a su madre; un cura de París y un cura de los confines de Africa, dispuestos los dos a vender a su prójimo por algunos centenares de francos, el uno aliado a los rentistas civilizados, el otro a los caníbales... De capítulo en capítulo, de página en página, los fragmentos de vida se van uniendo en una absurdidad sucia, sangrienta, de pesadilla. Una visión pasiva del mundo, con una sensibilidad a flor de piel, sin aspiración hacia el futuro. Tal es el fundamento psicológico de la desesperación, una desesperación sincera que se debate en su propio cinismo.

Céline es un moralista. Mediante procedimientos artísticos, profana paso a paso todo lo que habitualmente goza de la más alta consideración: los valores sociales bien establecidos, desde el patriotismo hasta las relaciones personales y el amor. ¿La patria está en peligro? « La puerta no es lo suficientemente grande cuando se quema la casa del propietario... de todas formas habrá que pagar ». No necesita criterios históricos La guerra de Danton no es más noble que la de Poincaré: en ambos casos la « deuda del patriotismo » ha sido pagada con sangre. El amor está envenenado Por el interés y la vanidad. Todos los aspectos del idealismo no son más que « instintos mezquinos revestidos de grandes Palabras ». Ni la imagen de la madre queda a salvo: cuando Se entrevista con el hijo herido «lloraba como una perra a quien le han devuelto sus cachorros, pero ella era menos que Una perra pues había creído en las palabras que le dijeran Para arrancarle al hijo ».

El estilo de Céline está subordinado a su percepción del mundo. A través de este estilo rápido, que pudiera parecer descuidado incorrecto, apasionado, vive, brota y palpita la verdadera riqueza de la cultura francesa, la experiencia e intelectual de una gran nación en toda su riqueza y en sus más finos matices. Y, al mismo tiempo, CeIine escribe como si fuese el primero en enfrentarse con el lenguaje. Este artista sacude de arriba abajo el vocabulario de la literatura francesa. Los giros gastados caen como una pelota lanzada. Por el contrario, las palabras proscritas por la estética académica o la moral, resultan irremplazables para expresar la vida en su grosería y bajeza. En él, los términos eróticos sólo sirven para fustigar el erotismo; Céline los utiliza al igual que las palabras que designan las funciones fisiológicas no reconocidas por el arte.

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Sobre el fondo del “inmutable espectáculo de las intrigas parlamentarias y de los escándalos financieros», como dice Poincaré, la novela de Céline reviste una doble significación. No por acaso la prensa bien pensante, que en su tiempo se indignaba de la publicidad dada al caso Oustric, acusó mediatamente a Céline de difamar a la «nación». La comisión parlamentaria había llevado a cabo su encuesta con el cortes lenguaje de los iniciados del que no se apartaban ni acusados ni acusadores (la línea divisoria de las aguas no estaba Siempre bien definida entre ellos), Por su parte, Céline está libre de todo convencionalismo, rechazando brutalmente los vanos colores de la paleta patriótica. Tiene sus propios colores, que ha arrancado a la vida en virtud de sus derechos de artista. Es verdad que no aprehendía la vida en los escaños parlamentarios ni en las altas esferas gubernamentales, sino en sus manifestaciones más comunes. No por ello es más fácil su tarea. Levantando los velos superficiales de la decencia, descubre las raíces, descubre el cieno y la sangre. En su siniestro panorama, el asesinato por un pequeño beneficio pierde su carácter excepcional, y está tan unido a la mecánica cotidiana de la vida, transformada por el provecho y la codicia, como lo está el caso Oustric a la mecánica más elevada de las finanzas modernas. Céline muestra lo que es, por eso tiene el aspecto de un revolucionario. Pero no es un revolucionario, ni quiere serlo. No apunta al blanco, quimérico para él, de reconstruir la sociedad. Quiere solamente arrancar el prestigio que rodea a todo lo que le espanta y atormenta. Para descargar su conciencia ante los horrores de la vida, este médico de los pobres necesitó nuevas reglas estilísticas. Ha resultado ser un revolucionario de la novela. Tal es, en general, la condición del movimiento en el arte: el choque de tendencias contradictorias.

No sólo se gastan los partidos en el poder, sino también las escuelas artísticas. Los procedimientos de la creación se agotan y cesan de herir los sentimientos del hombre: es el signo inconfundible de que una escuela está madura para entrar en el cementerio de las posibilidades agotadas, es decir, en la Academia. La creación viva no puede salir adelante sin desviarse de la tradición oficial, de las ideas y sentimientos canonizados, de las imágenes y giros impregnados de la lacra de la costumbre. Cada nueva orientación busca un nexo más directo y sincero entre las palabras y las percepciones. La lucha contra la simulación en el arte se transforma siempre, más o menos, en lucha contra la falsedad de las relaciones sociales. Porque es evidente que si el arte pierde el sentido de la hipocresía social, cae inevitablemente en el preciosismo.
Cuanto más rica y compleja es una tradición cultural nacional, más brutal es la ruptura. La fuerza de Céline reside en que rechaza, con una tensión extrema, todos los cánones; viola todos los convencionalismos y, no contento con desnudar la vida, le arranca la piel. De aquí la acusación de difamación. Pero precisamente, aunque reniega violentamente de la tradición nacional, Céline es profundamente nacional. Como los antimilitaristas de la preguerra, en su mayoría patriotas desesperados, Céline, francés hasta la médula de los huesos, retrocede ante las máscaras oficiales de la tercera república. El «celinismo» es un antipoincarismo moral y artístico. En esto reside su fuerza, pero igualmente sus límites.

Cuando Poincaré se compara a Silvio Pellico, esta fría combinación de fatuidad y de mal gusto es estremecedora. Pues el verdadero Pellico, no el de Poincaré encerrado en un palacio en calidad de jefe de Estado, sino el que fue arrojado a las mazmorras de Santa Margarita y de Speilberg por su condición de patriota, ¿no nos hace descubrir otro aspecto más elevado de la naturaleza humana? Dejando de lado a este italiano católico y practicante —más bien una víctima que un combatiente—, Céline hubiera podido señalarle al alto dignatario « prisionero del Palacio del Elíseo », otro prisionero que pasó 40 años en las cárceles francesas antes de que los hijos y los nietos de sus carceleros diesen su nombre a un boulevard parisiense: Augusto Blanqui.
¿No significa esto la existencia en el hombre de algo que le permite elevarse por encima de sí mismo? Si Céline desdeña la grandeza de alma y el heroísmo de ios grandes designios y de las esperanzas, de todo lo que hace salir al hombre de la noche oscura de su propio yo, es por haber visto a tantos sacerdotes jugosamente pagados servir en los altares del falso altruismo. Implacable consigo mismo, el moralista huye de su imagen reflejada en el espejo, rompe la luna y se corta la mano. Semejante lucha agota y no abre perspectiva alguna. La desesperación conduce a la resignación. La reconciliación abre las puertas de la Academia. Y, más de una vez, los que minaron las convenciones literarias terminaron la carrera bajo la Cúpula.

En la música del libro, hay disonancias significativas. Rechazando no sólo lo real, sino también lo que podía sustituirlo, el artista mantiene el orden existente. En este sentido, quiéralo o no, Céline es un aliado de Poincaré. Pero, al descubrir el engaño, sugiere la necesidad de un futuro más armonioso. Aunque estime que nada bueno saldrá del hombre, la intensidad de su pesimismo lleva en sí el antídoto.

Céline, tal cual es, es fruto de la realidad y de la novela francesa. No tiene de qué avergonzarse. El genio francés ha encontrado en la novela una expresión inigualada. A partir de Rabelais, también médico, una magnífica dinastía de maestros de la prosa épica se ha ramificado durante cuatro Siglos, desde la risa enorme de la alegría de vivir, hasta la desesperación y la desolación, desde la aurora esplendorosa hasta el fin de la noche. Céline ya no escribiría otro libro donde brillen tanto la aversión de la mentira y la desconfianza de la verdad. Esta disonancia debe resolverse. O el artista se acostumbra a las tinieblas, o verá la aurora.





1. León Trotsky escribió este estudio en Prinkipo, 10 de mayo de 1933 algunos meses después de la publicación del Viaje al fin de la noche. Lo tituló Céline y Poincaré, pero hemos extraído el fragmento dedicado a este último. Su traducción al castellano apareció en el segundo volumen de la edición de Literatura y revolución efectuada por Ruedo Ibérico en su “Biblioteca de cultura socialista” en París, 1969. Normalmente no aparece incluido en las ediciones más antiguas de esta obra de Lenin, y no parece que se encuentre en las diversas ediciones de obras de trotsky en la Red. Sí fue incluida en la antología que realizó José Álvarez Junco (que formó parte de equipo traductor de Ruedo), para alianza (Sobre arte y cultura), así como en la edición de 1977 en Akal.

sábado, 19 de febrero de 2011

Rebelion ....¿En Libia?.



1. Estoy realmente sorprendido que un líder revolucionario como Muammar al-Gaddafi, que asumió el gobierno de Libia en 1969 y proclamó un “Estado socialista de masas” con gobierno directo; donde se dijo que el pueblo ejercía el poder popular y, además, que Libia haya sido la primera colonia africana en lograr su independencia y que por ese hecho contribuyó a desencadenar las diferentes luchas por la independencia africana, ahora –cuatro décadas después- se encuentre viviendo una rebelión popular en calles y plazas. Suponía que el gobierno era popular y cualquier rebelión sería reaccionaria. La realidad es que me interesa estudiar bien lo que sucedió en ese país africano donde su líder ha sido perseguido –incluso con acusaciones de terrorista- por distintos gobiernos de los EEUU y que incluso llevó a Reagan a bombardear en 1986 a sus dos principales ciudades (Trípoli y Bengasi) provocando la muerte de la misma hija de Gaddafi.

2. Hace unos siete años, en un Seminario anual convocado por el PT de “Los Partidos y una Nueva Sociedad”, uno de los delegados africanos (con medio español) me entregó un material donde se hablaba de Gaddafi y su teoría mundial acerca de una nueva revolución. Sabía algo, sobre todo de haber sido un notable alumno del presidente de Egipto Abdel Nasser cuando era el máximo representantes de los “países no alineados”, es decir de aquellos que se decían independientes de EEUU y la URSS. Sin embargo preferí seguir a Egipto y Argelia que entonces me interesaron más. Dado que Libia no formaba parte de los “bloques socialistas” bajo el mando de la URSS o de China, que no participaba en las polémicas sobre los distintos modelos de socialismo ni de las pugnas que se dieron alrededor de la guerra de Vietnam, en mis conteos de “países socialistas” en el mundo no incluía a Libia. Pero desde hace siete años comencé a ponerle atención.

3. En varias ocasiones he escrito que nunca ha habido socialismo en país alguno del mundo. Que lo que hubo tras las revoluciones de Rusia, China, Cuba o Nicaragua fueron deseos, buenas intenciones, muchos sacrificios, realmente ensayos, buscando construir una sociedad justa, igualitaria, sin explotados ni explotadores, pero todo quedó en un gran ideal; que la realidad capitalista fue más poderosa y más terca para demostrar que ese sistema económico y político, el capitalismo mundial, tenía mucho más poder y mucha más fuerza para evitar rebeliones o revoluciones que busquen ir más allá. Aquí coincido con las enseñanzas de Marx que interpreto: las revoluciones para convertirse en socialistas tienen que ser grandes rebeliones mundiales en países de alto desarrollo; pensar que cualquier revolución o rebelión –aunque debamos apoyarlas- es socialista resulta una tontería. Mientras no logremos cimbrar el capitalismo, las revoluciones seguirán dominadas.

4. Las rebeliones actuales de masas de Túnez, Egipto, Argelia, Libia, me emocionan y sostengo que deben apoyarse porque son rebeliones de la explotados y humildes; pero nada me dicen que serán socialistas, que le darán el gobierno y el poder a los trabajadores o que construirán sociedades igualitarias. Me parecen muy interesantes esos procesos, harán cambiar muchas cosas, pero el capitalismo en esos países seguirá vivito y coleando. Los EEUU están instrumentando todo su poder para controlar todo lo que surja de los levantamientos y así evitar que otros países adquieran fuerza de control en su interior; pero aunque los EEUU no estuvieran presentes en África el capitalismo tendría que renovar sus formas de dominación. Son luchas contra formas de dictadura con el fin de modernizarlas con otras. Libia es uno de los productores de petróleo más grandes del mundo y mantiene un poder geopolítico con Europa y demás países islámicos.

5. Unos califican a Gaddafi como un líder hábil, revolucionario e idealista; pero sus opositores lo consideran un dirigente imprevisible y déspota, que persigue su propia permanencia en el poder y ha estado implicado en actos de terrorismo. Se reconoce que ha sido objeto de varios intentos de derrocamiento por parte de los EEUU Se ha publicado que en septiembre de 2009, el presidente venezolano, Hugo Chávez le entregó una réplica de la Espada de Perú, que la Municipalidad de Lima, Perú, regaló a Simón Bolívar en 1825, y recibió la Orden del Libertador. En 1970 exigió y obtuvo que se retiraran las bases extranjeras y se nacionalizaron algunas empresas petroleras. Se iniciaron los planes agrícolas en la costa del país. Prohibió el consumo de alcohol, decidió aumentar decididamente la igualdad de la mujer en la sociedad, desafiando al Islam tradicional. El nivel de vida de la población creció rápidamente con los beneficios del petróleo, convirtiendo a Libia en la nación africana con mayor PIB.


6. En 1973 Gaddafi publicó El libro verde, en tres volúmenes: La solución del problema de la democracia: el poder del pueblo; La solución del problema económico: el socialismo, y El fundamento social de la Tercera Teoría Universal. Esta obra reflejaba su visión particular de un estado y pretendía desmarcar a la administración Libia de cualquier alineamiento internacional. Los años 80 están marcados por su intervencionismo en África, su guerra con Chad (país sostenido y mantenido por Francia) y sobre todo por su enfrentamiento con los EEUU. La administración Reagan significó una agresión constante y pública en contra de Libia, con el intento de derrocar a Gaddafi. En 1981, Estados Unidos ordenó el cierre del consulado libio en Washington y la retirada de todos sus funcionarios, y envió aviones de vigilancia a la costa oriental libia. El 3 de agosto de 1981, la revista Newsweek, publicó que el director de operaciones de la CIA, Max Hogel, presentó un plan de derrocamiento y asesinato de Gaddafi.


7. La rebelión popular en Libia me parece extraña, pero puede tener varias explicaciones: a) Que el régimen libio haya degenerado en los últimos años; b) que el llamado socialismo sólo haya sido de fachada; c) Que la rebeldía antiimperialista de Gaddafi, sólo haya sido eso: rebeldía; d) Que EEUU esté aprovechando estas movilizaciones de África del Norte para ajustar cuentas con Gaddafi. De todas maneras me ha parecido importante realizar estas reflexiones que me harán tener algunos elementos más para entender lo que sucede hoy en Äfrica. ¡Cuánto aplaudiría que estas movilizaciones se extiendan en todo el mundo y lleven a transformar toda la estructura económica, política y social que lleven al otro mundo posible que durante los últimos 10 años hemos agitado en los Foros Sociales. Pero no debemos caer en simples ilusiones, aunque éstas nos prolonguen la vida como lo hacen las esperanzas.

miércoles, 16 de febrero de 2011

El fin de una era.



Se acabó la era de la abundancia en los países ricos, y en los pobres la era de la represión. Sometidos a gobiernos autoritarios, unos están llegando al límite de su paciencia y se rebelan, mientras otros hacen sus equipajes para ir a los países que se llevaron sus riquezas.

La Historia es una gran maestra, y eso a pesar de los historiadores. En cuanto nos acercamos a sus páginas comenzamos un viaje, y si somos buenos observadores no sólo percibiremos intrigas palaciegas, guerras territoriales o religiosas, encumbramiento de falsos héroes y tiranos, y pueblos sometidos y expoliados, todo ello vergonzosamente justificado por los escribanos y con el sello de la casa del poder, que es lo que se enseña en los colegios y en las iglesias. De modo que si no nos detenemos en esos y parecidos aspectos descubrimos en algún momento de la evolución de los pueblos algo que está sucediendo ahora mismo: el desplome de su civilización.

Abran cualquier libro de historia busquen el nombre de un imperio en Asia, en África, en Europa, y observen su proceso de evolución: formación, esplendor, decadencia y desintegración.

Con diferentes matices donde intervienen la concepción del universo, el ansia de poder y la codicia de los dirigentes, las creencias y ritos relacionados con la espiritualidad , la filosofía o la religión, el arte, los usos y las costumbres, todas y cada una de las civilizaciones conocidas formaron con todo ello un entramado de poder que durante mucho tiempo brilló por encima de los demás y hasta se anexionó a otros pueblos a los que sometió por la fuerza o la astucia para aumentar la gloria de los poderosos, su riqueza y la de sus amigos. Pero los enfrentamientos entre ellos, los fracasos bélicos, las crisis económicas, el descontento popular bien explotado, la pérdida de los valores que sirvieron de amalgama y las presiones exteriores de otros pueblos acabaron -en cada caso con matices distintos - en divisiones internas y del territorio, en decadencia moral, de las costumbres, en corrupción extrema de los gobernantes y de sus eternos mecenas- los ricos- y en toda clase de excesos públicos y privados. Todo ello condujo –la Historia es testigo a la caída de cada uno de los imperios y civilizaciones orgullosamente encumbrados, mientras que otros pueblos antiguamente sojuzgados ven ahora su oportunidad para sacudirse el yugo y erosionar definitivamente el poder del antiguo opresor, ahora débil, al que en tantos casos acabarán por invadir y someter. Un nuevo imperio está emergiendo sobre las ruinas del anterior. (¿Ven en ello algunos indicios en nuestro mundo?)

Así viene sucediendo desde los asirios hasta hoy mismo en que nos hayamos ante al menos tres tipos de imperios bien definidos: unos emergentes (China, India) otro en proceso de transformación para recuperar su antiguo poder (Rusia), y un tercero en retroceso (EEUU, aunque con el apoyo sionista tardará en caer del todo,) a los que hay que añadir naciones próximas o aliadas de uno u otro de esos bloques, sin olvidar el particular camino independiente hacia el socialismo iniciado en algunos países latinos.

Naciones militarmente más poderosas, se hallan enfrentadas entre sí por razones territoriales y de control político y de recursos en zonas como India, Pakistán, Irán, Israel, Palestina, Rusia, África y América Latina, en un mundo dividido en bloques de intereses regidos por el neo-feudalismo de diversas multinacionales, entre ellas la Banca Vaticana, el FMI, el Banco Mundial y la Organización Mundial de Comercio.

Esta configuración de las relaciones internacionales origina una continua inestabilidad política mundial especialmente visible en Palestina, Irak, los países árabes del norte de África y Afganistán, con el denominador común norteamericano como elemento propulsor, represor y provocador de nuevas tensiones, como sucede con Irán y Corea del Norte, países considerados filoterroristas o colaboradores del terrorismo mundial por razones geopolíticas y de control de sus recursos y mercados.

Sin embargo los países aparentemente más poderosos todavía, como es el caso de EEUU, tienen negras perspectivas futuras, porque están obligados a recoger su propia cosecha de odio, violencia, destrucción, empobrecimiento y discriminación social que caracteriza su política interior y exterior que les ha granjeado la enemistad de casi todos los pueblos del Planeta. Y esta no es una energía despreciable contra el imperio.

Las ideologías políticas clásicas que dieron origen a los estados capitalistas como los que padecemos y a los países llamados comunistas que tanto daño han hecho al pensamiento de Marx, han caducado a niveles mundiales. Sobre su tumba ha florecido el neoliberalismo, igual en China que en Rusia. Aunque existan países que aún se denominen comunistas, como China, esta denominación formal no se corresponde ni con su organización económica mixta (capitalismo de estado más propiedad privada e inversiones privadas), ni con su organización política (burocracia política y policiaca cerrada) ni con sus fines sociales (pues el interés del pueblo y los derechos humanos siempre están en segundo o tercer plano). Pero las leyes del mercado, el materialismo y la adoración al dinero no solo han calado en los círculos empresariales de los países emergentes, dirigido las inversiones de las multinacionales, y originado un profundo abismo social creciente entre ricos y pobres, sino que los propios pueblos han sido igualmente deslumbrados por el brillo del becerro de oro y han creído ver en él el remedio de todos sus males. Malos tiempos estos para creer en el progreso ahora que se encoge y desmorona.

Hoy día, la competencia por poseer más y brillar con lo poseído por encima de los otros se lleva a cabo entre familiares, compañeros o amigos lo mismo que entre inversores de todo tipo de industrias y negocios. La misma codicia, deseo de poder y reconocimiento que han dado lugar a la selva humana rigen en las favelas que en el mundo empresarial, con evidente ventaja para el último. Como consecuencia, el poder del dinero ha podrido la moral personal y hecho pasar la raya roja de los límites éticos y legales a toda clase de responsables de alto nivel en empresas y Estados, incluidos algunos presidentes de países considerados democráticos (de los demás, para qué decir), que son perseguidos hasta por esta pseudojusticia que padecemos.

Imperios actuales y países aliados o afines son ahora mismo, pues, organizaciones que han añadido al carácter militarista de las antiguas potencias la búsqueda común del dinero rápido, y quienes lo poseen –y en la medida que lo poseen –controlan y tienen el poder para empujar en el seno de su propio país y a otros gobiernos en la dirección que conviene a sus intereses. El dinero manda y se acompaña, como siempre, de soldados para protegerle.

Bancos, constructoras, industrias energéticas y militares, fábricas de automóviles y extracciones sin control de materias primas en países tercermundistas atrapados por el FMI y el Banco Mundial, simbolizan mejor que nada esta civilización que tiende a homologar el mundo en la dirección que conviene a los mercaderes financieros, igual que siglos anteriores hacían las iglesias, los palacios y los castillos y luego los burgueses nacionalistas.

Basta echar una mirada a las hemerotecas para darse cuenta de que pertenecemos a una civilización hipnotizada, moralmente desmotivada, económicamente empobrecida en su mayor parte y espiritualmente desorientada, elementos todos ellos presentes en la desaparición de todos los imperios.

A la vez que se da este complejo proceso de empobrecimiento de la mayoría mundial, el auge de nuevas economías y desplome de otras y de su influencia política, surge el temor del Poder en todos los Estados a la peligrosa frustración de aquellos a quienes se ha hecho desear ser lo que nunca conseguirán ser : ricos, poderosos y felices consumidores progresivos de bienes y servicios en estados con libertades progresivas. Los pobres están cada vez más cabreados con toda justicia y se preparan para hacer éxodos sin retorno a los países que les robaron sus riquezas.

El deseo largamente inducido en el llamado primer mundo por alcanzar bienes cada vez más refinados, más la frustración por no alcanzarlos en esta época de crisis general constituye un explosivo potencial para la estabilidad mundial, sobre todo si hay hambre. Y la habrá cada vez más: el hambre es creciente en el mundo. Acompañada del terrorismo de unos y otros, la inestabilidad y el miedo están servidos y son ingredientes peligrosos añadidos que empujan a los gobiernos de los países a que se blinden policial y militarmente al considerarse amenazados a corto y medio plazo. Y tras los gobiernos, que son administradores, se hallan los intereses de las grandes empresas a las que sirven. Y tras todos ellos, el imperio de las sombras, a quienes sirven colectivamente, y uno por uno como fieles mayordomos.

Los gobiernos salidos de las urnas en los países o grupos de países aliados se ven desbordados ante la imposibilidad de impedir que el dinero inversor se vaya de sus propios países en busca de otros más ventajosos, o se esconda en paraísos fiscales en donde no se quiere entrar.

No nos conviene olvidar que el Planeta se halla en proceso de transformación, y cada uno de sus movimientos de reajuste climático y geológico no hace más que agravar las condiciones de existencia de miles de millones de personas arruinadas por las guerras, las migraciones forzosas, las enfermedades, la falta de agua, la subida brutal de los precios de los alimentos básicos, y tantas otras cosas que sobradamente conocemos.

Entre tanto, la Bolsa no cesa de subir, pero cada vez serán menos los inversores, menor la competencia, y mayor el número de desahuciados sociales. Por tanto el capitalismo neoliberal, a causa de su codicia se ha convertido en un elemento desestabilizador en el Planeta. Un elemento desestabilizador que en lugar de crear bienestar, crea pobreza a diario, y en lugar de favorecer el desarrollo de los pueblos, coloca a estos contra las cuerdas con el apoyo de unos u otros gobernantes, endureciendo las leyes que favorecen derechos y libertades conseguidas durante años de luchas sociales y sindicales, como es el caso de la jornada de 65 horas en espera, pero aprobada en el Parlamento Europeo, y el endurecimiento creciente de las leyes contra los inmigrantes.

En algún despacho secreto de algún Estado del mundo rico alguien hace ahora mismo el cálculo de por cuánto tiempo un sistema que se devora a sí mismo puede aguantar. Y es que ha llegado al límite en el abuso de los recursos de la Tierra, ya no puede crear más riqueza ni distribuir con justicia los bienes entre quienes los producen. En estas condiciones no puede seguirse. Nos lo confirman los datos de cómo el capitalismo de libre mercado arroja fuera del circuito productivo a toda clase de gentes: obreros y obreras, pequeños y medianos comerciantes, pequeños y medianos inversores, jóvenes a los que no logra insertar, o a los que ofrece contratos mal pagados y temporales, y aún así aún exige recortes salariales y más flexibilidad para los despidos.
Es imposible que esta clase de economía devoradora sea compatible con protección social, asistencia sanitaria, y otros atributos del bienestar colectivo que los gobiernos dicen tener como meta.

Cuando casi nadie cotice a la seguridad social, ¿lo harán por los que están fuera del mercado laboral los banqueros y las industrias multinacionales? ¿Lo harán los cuatro grandes imperios decididamente económico-militares que dominan el mundo?

Aquí veremos el desenlace imprevisto de esta mala copia de una civilización que nunca llegó a existir; una civilización de la igualdad, de la justicia, del amor que sin duda se levantará un día sobre el egoísmo y la indiferencia de las sociedades de hoy.

Estoy seguro que un día aprenderemos lo suficiente de nuestros errores como para ser capaces de evitar las causas de nuestros desastres a través de todos los tiempos y acoger los principios espirituales que liberan en lugar de los materiales que atan. Entre tanto, no sé cuántas veces estamos dispuestos a nacer y morir los mismos que venimos haciéndolo desde los asirios hasta el último de los rincones de este mundo ahora mismo. Y eso no depende de las multinacionales ni de las iglesias.

miércoles, 9 de febrero de 2011

¿Dia de la partida o de la desilusion?.



El Cairo. El anciano se va. Su anunciada renuncia, la noche de este sábado, al liderazgo del gobernante Partido Nacional Democrático de Egipto –incluida la partida de su hijo Gamal– no apacigua a quienes quieren que el presidente sea depuesto. Pero obtendrán lo que desean: todo el vasto edificio de poder que el PND representaba en Egipto es ahora un cascarón, un cartel de propaganda sin nada detrás.

La vista del ilusorio nuevo primer ministro de Mubarak, Ahmed Shafiq, diciendo a los egipcios este sábado que las cosas “vuelven a la normalidad” fue suficiente para probar a los manifestantes de la plaza Tahrir –llevan 12 días exigiendo el exilio del hombre que ha gobernado el país durante 30 años– que el régimen está hecho de cartón. Cuando el jefe del comando central del ejército en persona rogó a las decenas de miles de activistas pro democracia en la plaza que se fueran a sus casas, ellos sencillamente lo hicieron callar con sus abucheos.

En su novela El otoño del patriarca, Gabriel García Márquez describe la conducta de un dictador amenazado y su sicología de negación total. En sus días de gloria, el autócrata se cree un héroe nacional. Enfrentado a la rebelión, culpa a las “manos extranjeras” y a las “agendas ocultas” de esta inexplicable revuelta contra su imperio benévolo, pero absoluto. Quienes fomentan la insurrección son “usados y manipulados por potencias extranjeras que odian a nuestro país”. Entonces –me baso en una síntesis del libro hecha por el gran escritor egipcio Alaa Al-Aswany– “el dictador trata de poner a prueba los límites de la máquina haciendo todo, menos lo debido. Se vuelve peligroso. Luego accede a hacer todo lo que quieren de él. Y por fin se va”.

Hosni Mubarak parece estar al borde de la cuarta etapa: la partida final. Durante 30 años ha sido el “héroe nacional” –participante en la guerra de 1973, ex jefe de la fuerza aérea, sucesor natural de Gamal Abdel Nasser y de Anuar Sadat– y luego, enfrentado a la ira creciente de su pueblo por su gobierno dictatorial, su policía estatal y sus torturadores, y por la corrupción de su régimen, culpa a enemigos ficticios (Al Qaeda, la Hermandad Musulmana, Al Jazeera, CNN, Estados Unidos). Tal vez acabamos de pasar esta fase peligrosa.

Veintidós abogados fueron arrestados por la fuerza de seguridad de Mubarak el jueves pasado, por auxiliar a otros abogados pro derechos humanos que investigaban el encarcelamiento de más de 600 manifestantes. Los brutales policías antimotines que fueron expulsados de las calles de El Cairo hace nueve días, y las bandas de drogadictos pagados por aquéllos, forman parte de las armas que le quedan al dictador herido y peligroso. Esos esbirros –que operan bajo las órdenes directas del Ministerio del Interior– son los mismos que ahora tirotean de noche la plaza Tahrir y que la madrugada del viernes dieron muerte a tres personas y lesionaron a 40. La llorosa entrevista de Mubarak con Christiane Amanpour la semana pasada –en la cual afirmó que ya no quiere ser presidente, sino sólo permanecer en el poder otros siete meses para salvar a Egipto del “caos”– fue el primer atisbo de que la cuarta etapa había comenzado.

Al-Aswany ha dado en conferir un aura romántica a la revolución (si eso es en realidad). Ha caído en el hábito de realizar mañanas literarias antes de unirse a los insurrectos, y la semana pasada sugirió que una revolución vuelve más honorable a un ser humano, así como enamorarse dignifica a una persona. Le señalé que muchos enamorados pasan una desordenada cantidad de tiempo eliminando a sus rivales y que no recordaba ninguna revolución en la que no hubiera pasado lo mismo. Pero su respuesta, que Egipto había sido una sociedad liberal desde los días de Muhammad Alí Pachá y que fue el primer país árabe que tuvo política partidista (en el siglo XIX), estaba cargada de convicción.

Si Mubarak se va este domingo o en el curso de esta semana, los egipcios debatirán por qué tardaron tanto tiempo en deshacerse de este dictador de hojalata. El problema es que con los autócratas –Nasser, Sadat, Mubarak y cualquier otro a quien Washington dé su bendición ahora– el pueblo egipcio perdió generaciones de madurez. Porque la primera tarea esencial de un dictador es “infantilizar” a sus ciudadanos, transformarlos en un pueblo de niños de seis años, obedientes a un amo patriarcal. Se les dan periódicos falsos, elecciones falsas, ministerios falsos y un montón de falsas promesas. Si obedecen, pueden llegar a ser alguno de los ministros falsos; si desobedecen, serán tundidos en el cuartel de policía local, o encarcelados en el penal de Tora o, si persisten en la violencia, irán a la horca.

Sólo cuando el poder de la juventud y la tecnología obligó a esta dócil población egipcia a crecer y lanzar su revuelta inevitable se volvió evidente a todo este pueblo “infantilizado” que el gobierno mismo estaba compuesto por niños, el mayor de ellos de 83 años de edad. Sin embargo, por un horrible proceso de ósmosis política, durante 30 años el dictador también infantilizó a sus aliados occidentales, supuestamente maduros. Le compraron el argumento de que sólo Mubarak sostenía la muralla de hierro que contiene a la oleada islámica de inundar Egipto y el resto del mundo árabe. La Hermandad Musulmana –con genuinas raíces históricas en Egipto y con pleno derecho a entrar en el parlamento en una elección imparcial– sigue siendo el espantajo en labios de todo presentador de noticias, aunque no tenga la menor idea de lo que es o ha sido.

Pero ahora la infantilización ha ido más allá. Lord Blair de Isfaján apareció en la BBC la otra noche, pontificando con arrogancia cuando se le preguntó si compararía a Mubarak con Saddam Hussein. En absoluto, respondió: Saddam empobreció a una nación que alguna vez tuvo un nivel de vida más alto que Bélgica, en tanto Mubarak había elevado 50 por ciento el PIB de Egipto en 10 años. Lo que Blair debió decir es que Saddam mató a decenas de miles de sus compatriotas, en tanto Mubarak sólo había matado/torturado a unos cuantos miles. Pero la camisa de Blair está ahora casi tan manchada de sangre como la de Saddam; así pues, parece que sólo se debe juzgar a los dictadores por sus logros económicos.

Obama fue un paso más allá. Mubarak, nos dijo la mañana de este sábado, es “un hombre orgulloso, pero un gran patriota”.

Fue extraordinario. Para hacer semejante afirmación era necesario creer que el dictador nada sabía de la abrumadora evidencia del salvajismo de la policía egipcia de seguridad a lo largo de 30 años; de la tortura y el sádico trato a los manifestantes de los 13 días pasados. Mubarak, en su senil inocencia, tal vez estaba al tanto de la corrupción y quizá de algún “exceso” –palabra que comenzamos a oír de nuevo en El Cairo–, pero no del abuso sistemático contra los derechos humanos y la falsedad de cada elección. Es el viejo cuento ruso de hadas: el zar es una gran figura paterna, un líder reverenciado y perfecto. Lo que pasa es que no sabe lo que hacen sus subalternos. No se da cuenta de lo mal que tratan a los siervos. Si alguien le dijera la verdad, pondría fin a la injusticia. Los sirvientes del zar, desde luego, se confabularon en esto.

Pero Mubarak no ignoraba la injusticia de su régimen. Sobrevivió mediante represión, amenazas y elecciones falsas. Siempre fue así. Como Sadat. Como Nasser, quien –según testimonio de una de sus víctimas que era amigo mío– permitía que sus torturadores balancearan a los prisioneros sobre tinas de heces humeantes y los zambulleran delicadamente en ellas. A lo largo de 30 años, sucesivos embajadores estadunidenses han informado a Mubarak de las crueldades perpetradas en su nombre. De cuando en cuando el presidente expresaba sorpresa y prometía poner fin a la brutalidad policiaca, pero nada ha cambiado. El zar aprobaba plenamente lo que su policía secreta hacía.

Así pues, cuando David Cameron anunció que “si” las autoridades estaban detrás de la violencia en Egipto sería algo “absolutamente inaceptable” –amenaza que sin duda los tenía temblando en sus zapatos–, la palabra “si” era mentira. Cameron, a menos que no se moleste en leer los informes de la Oficina del Exterior relativos a Mubarak, está bien enterado de que el anciano era un dictador de tercera categoría que se valió de la violencia para mantenerse en el poder.

De todos modos, los manifestantes en El Cairo, Alejandría y Port Said entran ahora en un periodo de gran temor. Su “día de la partida” del viernes –predicado sobre la idea de que si en verdad querían que el dictador se fuera en esa semana, él acabaría acatando la voluntad del pueblo– se convirtió este sábado en el “día de la desilusión”. Ahora construyen un comité de economistas, intelectuales y políticos “honestos” que negocie con el vicepresidente Omar Suleiman. Al parecer no se dan cuenta de que Suleiman es el próximo general confiable que será aprobado por los estadunidenses, que es un hombre despiadado que no vacilará en usar a la misma policía de seguridad en la que Mubarak se apoyó para eliminar a los enemigos del Estado en la plaza Tahrir.

La traición sigue siempre a una revolución triunfante. Y eso todavía podría ocurrir. El negro cinismo del régimen sigue allí. Muchos manifestantes pro democracia han notado un extraño fenómeno: en los meses anteriores a la protesta surgida el 25 de enero, una serie de ataques contra cristianos coptos y sus templos se esparció por Egipto. El Papa llamó a proteger a los cristianos, que forman 10 por ciento de la población egipcia. Occidente estaba horrorizado. Mubarak culpó, como siempre, a las “manos extranjeras”. Pero luego del 25 de enero, a los coptos no se les ha tocado un pelo. ¿Por qué? ¿Será que los perpetradores tenían otras misiones violentas que cumplir?

Cuando Mubarak se vaya, se revelarán verdades terribles. El mundo espera. Pero nadie espera con más atención, más bravura y temor que los jóvenes hombres y mujeres de la plaza Tahir. Si en verdad están al borde de la victoria, están seguros. Si no, muchos oirán golpear sus puertas a la medianoche.

sábado, 5 de febrero de 2011

Mubarak, tutankamon y el fin de las dinastias absolutas.


Recuerdo de diciembre de 1978 un artículo del periodista soviético Guenady Guerasimov sobre el centenario de Stalin, lo leí de un tirón en una trinchera angolana. Guerasimov reflexionaba: “cuando la Gran guerra patria (1941-1945) los combatientes se lanzaban hacia las ametralladoras y tanques alemanes con un grito: ¡Por la patria, por Stalin, adelante!. Este redactor de Pravda (periódico creado por Trostki y que significa Verdad) decía: “no habían cámaras ni micrófonos, tampoco grabadoras, la televisión al menos en la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas) no existía por lo tanto la apelación era auténtica, nada ni nadie podía registrarla”.

El centenario de Stalin en medio del gobierno de un estalinista tan marcado como Leonid Breznieh, pasó sin pena ni gloria para el pueblo soviético. Siempre salieron a la calle una minoría de nostálgicos, los agradecidos y los convencidos de que aquella etapa fue cruel pero necesaria. Guerasimov arguyó que un proyecto bien intencionado pero con gran costo humano y moral, lo que deja en las gentes es la indeleble huella de la represión, la falta de libertad y la muerte. El saldo obligado de la experiencia estalinista fue el dolor. Con la Revolución de Octubre liderada por Lenin, Occidente se movilizó y un político inteligente como Winston Churchill clamó: “Hay que matar a ese niño en la cuna”.

La rebelión obrera, presagiada por Marx, era un hecho en la sexta parte del planeta. Bajo Stalin la URSS se convirtió en una potencia mundial, militar, industrial, científica y económica. Occidente a regañadientes se vió obligado a permitir los sindicatos, los partidos políticos de izquierda, y también debió introducir medidas de asistencia social ante la realidad soviética de pleno empleo y educación y acceso a la atención de salud gratuitos.

De cierta manera, hay que agradecer a la URSS las dificultades del capitalismo europeo y estadounidense de hoy, por la competencia de las economías emergentes, más cargadas de dinero, y con menor gasto social, frente a la vida por encima de sus ganancias, de sus rivales del Viejo continente y Estados Unidos elaborada con el fin de parar a los comunistas antes y durante la Guerra Fría.

Pero ahora llega el factor Hosni Mubarak (30 años en el poder), impulsado por la huida del expresidente tunecino Zine El Abidene Ben Ali (24 años en el poder) y el mandatario de Yemén Ali Abdala Saleh, que han convertido esa zona que era antes un lago judeo-estadounidense en una explosiva región si se produce el efecto dominó que muchos aventuran por el cansancio del pueblo ante esas monarquías absolutas que han convertido el robo y la represión en sus deportes nacionales.

La crisis Mubarak-El Abidene Saleh pone sobre el tapete que el mundo musulmán es diferente al de los tiempos de Tutankamon, el imperio otomano, Farouk, El Sha de Irán, Saddam Hussein y otros representantes del modo de producción asiático, descrito por Marx y Engels en La ideología alemana. Ali Abdala Saleh llegó a prometer dos cosas que sólo puede prometer estos hombres increíbles que no rinden cuentas a nadie, expresan sus órdenes mediante deseos y durante mucho tiempo han logrado mejores y nutridas corales a su alrededor que el Red Army Choir. El Saleh prometió dos cosas: no aspirará a la reelección y no nombrara sucesor a su hijo. Con una reflexión basta.

La presencia de Estados Unidos desde la primera guerra de Irak con su prepotencia y marcadas diferencias culturales le suma fuego a la irritación tan unánime. Y no se trata de que en esos países no existan industria, petróleo o turismo, sino algo más importante, en las mentes de su líderes permanece el “modo asiático de producción” que no distingue al individuo ni sus derechos elementales, sino al “hombre-masa”, que le hace la corte, lo adula y hasta le agradece a cambio de decenios en el poder absoluto y siempre insuficiente.

Un periodista español acaba de hacer una apelación a los valores éticos europeos como antídoto para paliar la crisis. Naturalmente los valores éticos europeos también están en bancarrota, después de las guerras de Yugoslavia, Irak, Afganistán, el Medio Oriente, los vuelos y cárceles clandestinas, la corrupción imperante y la “triple moral”.

Europa por sus complejos de inferioridad con Estados Unidos se ha negado así misma y se ha inferido mucho autodaño. Estas deliberadas y conscientes meteduras de pata han conducido a que el reservorio actual de los valores éticos europeos sean sus pueblos y diputados como Gianni Váttimo, el museo del Louvre, el cementerio Pere Lachaise, las bibliotecas, la Galería Uffizi o el Museo del Prado. Es decir, la cultura. Una última apelación a los gobernantes que estén tentados por la imitación de los mandarines, reyes, faraones o de los caudillos por la gracia de Dios al estilo de Franco, de quien siempre recordaré con satisfacción genuina de descendiente de mambí, su disgusto de que echaran a pique a las escuadras de Cervera y Montojo en Cuba y Filipinas, símbolos del imperio colonial español en América. Aclaración: contra el noble y hospitalario pueblo español nada, contra el noble norteamericano tampoco. Contra el capitalismo y el imperialismo todo

A los aspirantes les recomiendo: Respeten a sus pueblos y respétense ustedes mismos, ante sus hijos, su familia y amigos que los aprecian. No se desliguen de los deberes del hombre común porque pierden contacto con las masas, no existen las misiones automesiánicas y los mejores ejemplos de todo esto que digo son casualmente dos abogados: el cubano Carlos Manuel de Céspedes y el sudafricano Nelson Mandela. El primero (que lanzó el grito de independencia, dio la libertad a sus esclavos y quemó su hacienda), no aceptó el chantaje de los colonialistas de salvarle la vida a su hijo a cambio de que dejara la lucha y posteriormente acató las decisiones de la institución que creó como primer presidente de la república en armas, y se retiró a la Sierra Maestra a alfabetizar campesinos. Por ello se le considera el más grande de los cubanos. Mandela, todo coraje e inteligencia, no aceptó .lograr la libertad a cambio de renunciar a la lucha, y con la ayuda de su pueblo, del mundo y 300 mil combatientes cubanos que durante 13 años permanecieron cada uno por más de 24 meses en Angola, vió su patria libre del apartheid.

Y cuando el prejuicio racial creyó que el noble líder se encaminaba a destituir blancos, aseveró a los especialistas del viejo régimen, que eran del viejo régimen pero no dejaban de ser especialistas: “Se pueden ir y se pueden quedar, pero sepan una cosa. Los necesitamos”.

martes, 1 de febrero de 2011

Egipto: apuesta al "gatopardismo".


En el día de ayer Hillary Clinton declaró ante la prensa que lo que había que evitar a toda costa en Egipto era un vacío de poder. Que el objetivo de la Casa Blanca era una transición ordenada hacia la democracia, la reforma social, la justicia económica, que Hosni Mubarak era el presidente de Egipto y que lo importante era el proceso, la transición. A diferencia de lo ocurrido en otra ocasión, el Presidente Obama no exigiría la salida del líder caído en desgracia. Como no podría ser de otro modo, las declaraciones de la Secretaria de Estado reflejan la concepción geopolítica que Estados Unidos ha sostenido invariablemente desde la Guerra de los Seis Días, en 1967, y cuya gravitación se acrecentó después del asesinato de Anwar el-Sadat en 1981 y la asunción de su por entonces vicepresidente, Hosni Mubarak.

Sadat se había convertido en una pieza clave para Estados Unidos e Israel –y de paso le confirió a Egipto la misma categoría- al ser el primer jefe de estado de un país árabe en reconocer al Estado de Israel y al firmar un Tratado de Paz entre Egipto y ese país el 26 de Marzo de 1979. Las dudas y los rencores que aún abrigaban Sadat y el primer ministro israelí Menájem Begin como consecuencia de cinco guerras y que tornaban en interminables las negociaciones de paz fueron rápidamente dejados de lado cuando tanto ellos como el Presidente James Carter se notificaron que el 16 de enero de ese año un estratégico aliado pro-norteamericano en la región, el Shá de Irán, había sido derrocado por una revolución popular y buscado refugio en Egipto. La caída del Shá fue seguida por el nacimiento de la república islámica bajo la conducción del Ayatola Ruhollah Jomeini, para quien Estados Unidos y la entera “civilización americana” no eran otra cosa que el “Gran Satán”, el enemigo jurado del Islam.

Si la violenta eyección del Shá sacudía el tablero de Oriente Medio, no eran mejores las noticias que provenían del convulsionado traspatio centroamericano: el 19 de Julio de 1979 el Frente Sandinista entraba a Managua y ponía fin a la dictadura de Anastasio Somoza, complicando aún más el cuadro geopolítico norteamericano. A partir de ese momento, el delicadísimo equilibrio de Oriente Medio tendría en Egipto el ancla estabilizadora que la política exterior norteamericana se encargó de reforzar a cualquier precio, aún a sabiendas que bajo el reinado de Mubarak la corrupción, el narcotráfico y el lavado de dinero crecían a un ritmo que sólo era superado por el proceso de pauperización y exclusión social que afectaba a sectores crecientes de la población egipcia; y que la feroz represión ante los menores atisbos de disidencia y las torturas eran cosas de todos los días.

Por eso suenan insoportablemente hipócritas y oportunistas las exhortaciones del presidente Obama y su Secretaria de Estado para que un régimen corrupto y represivo como pocos en el mundo -y al cual Estados Unidos mantuvo y financió por décadas- se encamine por el sendero de las reformas económicas, sociales y políticas. Un régimen, además, donde Washington podía enviar prisioneros para torturar sin tener que enfrentar molestas restricciones legales y la estación de la CIA en Cairo podía operar sin ninguna clase de obstáculos para llevar adelante su “guerra contra el terrorismo.” Un régimen, además, que pudo bloquear la internet y la telefonía celular y que apenas si despertó una mesurada protesta por parte de Washington. ¿Habría sido igual de tibia la reacción si quien hubiera cometido tales tropelías hubiese sido Hugo Chávez?

Dado que Mubarak parecería haber cruzado el punto de no retorno, el problema que se le presenta a Obama es el de construir un “mubarakismo” sin Mubarak; es decir, garantizar mediante un oportuno recambio del autócrata la continuidad de la autocracia pro-norteamericana. Como decía el Gatopardo, “algo hay que cambiar para que todo siga como está.” Esa fue la fórmula que sin éxito alguno Washington intentó imponer en los meses anteriores al derrumbe del somocismo en Nicaragua, apelando a la figura de un personaje del régimen, Francisco Urcuyo, presidente del Congreso Nacional cuya primera y prácticamente última iniciativa como fugaz presidente fue la de solicitar al Frente Sandinista, que venía aplastando a la guardia nacional somocista por los cuatro rincones del país, que depusiera las armas. Lo depusieron a él al cabo de pocos días, y en el habla popular nicaragüense el ex presidente pasó a ser recordado como “Urcuyo, el efímero.”

Lo que ahora está intentando la Casa Blanca es algo similar: presionó a Mubarak para que designara a un vicepresidente en la esperanza de que no reeditase el fiasco de Urcuyo. La designación no pudo haber sido más inapropiada pues recayó en el jefe de los servicios de inteligencia del ejército, Omar Suleiman, un hombre aún más refractario a la apertura democrática que el propio Mubarak y cuyas credenciales no son precisamente los que anhelan las masas que exigen democracia. Cuando estas ganaron las calles y atacaron numerosos cuarteles de la odiada policía y de los no menos odiados espías, soplones y organismos de la inteligencia estatal, Mubarak designa al jefe de estos servicios nada menos que para liderar las reformas democráticas. Es una broma de mal gusto y así fue recibida por los egipcios, que siguieron tomando las calles convencidos de que el ciclo de Mubarak se había terminado y que había que exigir su renuncia sin más trámite.

En la tradición del socialismo marxista se dice que una situación revolucionaria se constituye cuando los de arriba no pueden dominar como antes y los de abajo ya no quieren a ser dominados como antes. Los de arriba no pueden porque la policía fue derrotada en las luchas callejeras y los oficiales y soldados del ejército confraternizan con los manifestantes en lugar de reprimirlos. No sería de extrañar que alguna otra filtración tipo Wikileaks devele las intensas presiones de la Casa Blanca para que el anciano déspota abandone Egipto cuanto antes para evitar una re-edición de la tragedia de Teherán. Las alternativas que se abren para los Estados Unidos son pocas y malas: (a) sostener el régimen actual, pagando un fenomenal costo político no sólo en el mundo árabe para defender sus posiciones y privilegios en esa crucial región del planeta; (b) una toma del poder por una alianza cívico-militar en donde los opositores de Mubarak estarán destinados a ejercer una gravitación cada vez mayor o, (c) la peor de las pesadillas, si se produce el temido vacío del poder que sean los islamistas de la Hermandad Musulmana quienes tomen el gobierno por asalto.

Bajo cualquiera de estas hipótesis las cosas ya no serán como antes, pues aún en la variante más moderada la probabilidad de que un nuevo régimen en Egipto continúe siendo un fiel e incondicional peón de Washington es sumamente baja y, en el mejor de los casos, altamente inestable. Y si el desenlace es el radicalismo islamista la situación de Estados Unidos e Israel en la región se tornará en extremo vulnerable, habida cuenta de que el efecto dominó de la crisis que comenzó en Túnez y siguió en Egipto ya se está dejando sentir en otros importantes aliados de Estados Unidos, como Jordania y Yemen, todo lo cual puede profundizar la derrota militar norteamericana en Irak y precipitar una debacle en Afganistán.

De cumplirse estos pronósticos, el conflicto palestino-israelí adquiriría inéditas resonancias cuyos ecos llegarían hasta los suntuosos palacios de los emiratos del Golfo y la propia Arabia Saudita, cambiando dramáticamente y para siempre el tablero de la política y la economía mundiales.